Skip to main content

El aula parecía sofocante, y sentía el sudor recorriendo mi frente mientras trataba de concentrarme. Las palabras del profesor se perdían en el aire; por más que intentaba prestar atención, mi mente estaba en otra parte. Me faltaban tres calificaciones para ponerme al día, y por mucho que lo intentara, los exámenes siempre me parecían imposibles. Por más que estudiara, por más que pasara noches sin dormir, las preguntas seguían siendo paredes que no podía escalar. Era como si cada esfuerzo por mejorar me dejara aún más atrás.

Pero no eran solo las notas lo que me agobiaba. Había algo más, algo que me pesaba mucho más en el corazón: mi familia. Mis hermanos apenas me hablaban, y no sabía por qué. Antes éramos cercanos, pero ahora, era como si no existiera para ellos. Me sentía como un error, como si hubiera fallado de alguna manera invisible y nadie me lo quisiera decir. Ese vacío entre nosotros me dolía más que cualquier mala nota.

Las pocas veces que intentaba hablar con ellos, las conversaciones eran superficiales, cortas, incómodas. Sentía que no importaba lo que dijera; siempre me respondían con monosílabos o frases que no llevaban a nada. No era solo que no hablaran conmigo, sino que parecía que no querían hacerlo. ¿Por qué no podían decirme lo que realmente pensaban? ¿Por qué sentía que todo el peso de arreglar nuestra relación caía sobre mis hombros?

Y entonces, un día, en medio de todo ese caos emocional, algo hizo clic en mi cabeza. Me di cuenta de que estaba tan enfocado en ellos—en su distancia, en su silencio—que no estaba mirando dentro de mí. Había pasado tanto tiempo tratando de entender por qué no me hablaban o cómo hacer que se acercaran a mí, que había perdido de vista algo fundamental: no puedo controlar lo que los demás sienten o piensan. No puedo esperar que las personas se comporten de la manera en que yo quiero.

Me di cuenta de que gran parte del problema estaba en mi forma de comunicarme, o mejor dicho, en la falta de comunicación real. Estaba tan concentrado en mantener conversaciones superficiales y en evitar incomodidades que nunca abordé los temas que realmente importaban. Por miedo a confrontar la verdad, dejaba que el silencio creciera entre nosotros. Mis hermanos también parecían evitar cualquier conversación difícil, y así, todos bailábamos alrededor del problema, sin enfrentar lo que estaba pasando de verdad.

En ese momento, entendí que estaba cometiendo el error de esperar demasiado de los demás, de querer que ellos llenaran mis vacíos emocionales. Pero la verdad es que ellos no podían hacerlo, y no era su responsabilidad. Tenía que dejar de buscar en ellos la validación que solo yo podía darme. Debía asumir que, si quería cambiar mi vida, el cambio debía empezar dentro de mí.

Entonces, tomé una decisión: necesito recargarme, tomar un respiro y reenfocar mis prioridades. He estado corriendo en círculos, intentando controlar situaciones que no están bajo mi control, y eso me ha agotado. Es hora de dejar ir lo que no puedo manejar y centrarme en lo que sí puedo: mi bienestar, mi crecimiento personal y mi futuro. No puedo cambiar lo que los demás hacen o sienten, pero puedo cambiar cómo me enfrento a estos desafíos. Es momento de cuidar de mí mismo, de reconstruirme desde dentro.