La comida siempre había sido mi refugio, mi consuelo en los momentos difíciles. Sin embargo, algo cambió radicalmente cuando cumplí 18 años. De alguna manera, sin darme cuenta del todo, me dejé llevar por una corriente de indulgencia desmedida. Hoy, desperté y la balanza reflejó 35 kilos más que hace un año. No podía entender cómo había sucedido, pero las galletas, las sodas y los antojos nocturnos se habían ido acumulando poco a poco en mi vida y en mi cuerpo.
Decidí que necesitaba un cambio, pero los primeros intentos fueron desalentadores. Empecé a caminar, pero cada paso era un recordatorio de mi miseria y frustración. Necesitaba una estrategia, algo que me motivara a seguir adelante. Entonces, se me ocurrió caminar hacia una antigua panadería que siempre había amado. El solo hecho de llegar allí y luego volver a casa se convirtió en una pequeña victoria diaria. Lo sé, suena triste, pero esa panadería fue la motivación suficiente para empezar a caminar más cada día: primero 100 metros, luego 200 y así sucesivamente.
Con el tiempo, noté cambios. No solo en mi cuerpo, sino en mi espíritu. Había bajado mucho peso y sabía que no podía detenerme ahí. Un día, mi corazón comenzó a acelerarse de forma alarmante. El médico fue claro: si no bajaba de peso, necesitaría medicación para la presión arterial. Eso me sacudió profundamente.
Comencé a hacer cambios graduales pero significativos en mi dieta. Cambié la Coca-Cola Zero por limonada, la limonada por agua, y así sucesivamente con las carnes y los panes, todo en medida. Redefiní mi menú por completo, optando por opciones más saludables y balanceadas.
Ahora, mirando hacia atrás, veo esos días de indulgencia como un capítulo cerrado de mi vida. He aprendido que el equilibrio es clave, y aunque la comida sigue siendo un placer, ya no es un refugio. Mi relación con ella ha evolucionado, al igual que mi relación conmigo misma. He transformado no solo mi cuerpo, sino también mi mente y mi corazón. Cada paso que doy es un paso hacia un futuro más saludable y feliz.