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Siempre fui una chica tímida, creciendo con un temor casi palpable hacia los hombres. Ese miedo se entrelazaba con cada fibra de mi ser, dictando cómo me movía por el mundo. Descubrí que el alcohol suavizaba los bordes filosos de mi ansiedad, me permitía respirar un poco más libremente en las reuniones sociales y, por un momento, sentirme parte de algo más grande que mi propia inquietud.

El licor, inicialmente, se presentó como un salvavidas en un océano de temores. Cada trago era como un susurro de valentía, empujándome a interactuar, a reír y a olvidar la sombra de miedo que siempre me seguía. Pero con el tiempo, el refugio que encontraba en cada botella empezó a cobrar su precio. Mis manos comenzaron a temblar, y todo a mi alrededor se volvía abrumador. Mi sensibilidad, siempre alta, parecía intensificarse con cada copa que bebía.

Llegó un punto en el que el vértigo emocional era demasiado. Decidí no tomar, enfrentándome a la realidad cruda de mi dependencia. Fue entonces cuando me di cuenta de que el ritmo con el que consumía alcohol me había colocado bajo un extraño embrujo de ansiedad. La bebida, lejos de ayudar, estaba intensificando mi angustia y empujándome a tomar decisiones cada vez peores.

En mi búsqueda de respuestas, me topé con literatura de Alcohólicos Anónimos (AA). A través de sus páginas, aprendí sobre la importancia de dejar de lado la perfección, la queja constante y la crítica. Comencé a practicar la gratitud, un cambio sutil pero poderoso en mi perspectiva que trajo luz a mi vida de maneras que el alcohol nunca pudo.

Poco a poco, al alejarme de los tragos y acercarme más a la aceptación y al agradecimiento, descubrí beneficios inesperados. Mi mente se clarificó, mi cuerpo dejó de temblar, y encontré en mí una fortaleza que había estado oculta tras la niebla alcohólica. Aprendí que, aunque el alcohol parecía un amigo en tiempos de ansiedad, en realidad era un enemigo que me arrastraba más hacia el abismo.

Ahora, mirando hacia atrás, veo con claridad cómo el alcohol exacerbaba cada temor, cada duda. Estaba peor, no mejor, cada vez que bebía. Aceptar esto fue liberador. Me permitió abrazar una vida donde la ansiedad no dicta mis acciones, y donde puedo enfrentar el mundo con una nueva resiliencia, sobria y genuinamente más fuerte.