Comenzó como un juego inofensivo, una diversión casual que se deslizaba con la facilidad de un dedo sobre la pantalla de un teléfono. Las aplicaciones de citas prometían aventuras, conexiones efímeras y, quizás, algo de romance. Lo que inicialmente parecía un método moderno y accesible para conocer personas, pronto se convirtió en una obsesión absorbente que estuvo a punto de arruinar mi vida.
La atención que recibía era embriagadora. Cada «match», cada mensaje nuevo, alimentaba mi ego y profundizaba mi dependencia de esa validación instantánea. Pronto, estar bien en las fotos se volvió crucial, hasta el punto de planificar viajes solamente para obtener el escenario perfecto para mis próximas imágenes de perfil. Asumí el papel de un personaje mejorado de mí mismo, un yo idealizado que parecía tener más éxito en el mundo digital que en la realidad.
Sin embargo, la ilusión empezó a desmoronarse cada vez que alguien señalaba la discrepancia entre el yo digital y el real. «No eres como en tus fotos», me decían, y aunque técnicamente sí era yo, las imágenes estaban tan cuidadosamente seleccionadas y mejoradas que apenas reflejaban la realidad. Esta crítica recurrente era un golpe directo a mi autoestima, pero la adicción a la emoción del siguiente «match» me mantenía atrapado en el ciclo.
El aspecto más destructivo de mi obsesión no tardó en revelarse: el costo financiero. Salir es caro; entre gasolina, comidas, cine y otros gastos, cada cita era una inversión. En mi afán por mantener la fachada, comencé a utilizar tarjetas de crédito indiscriminadamente. El despertar financiero fue brutal: un día, al revisar mis estados de cuenta después de meses de negligencia, descubrí que había gastado una cantidad astronómica. Me vi obligado a dedicar mi aguinaldo entero a pagar esa deuda, un recordatorio doloroso de que mi manía por conquistar tenía un precio muy alto.
Finalmente, la realidad de mi situación me golpeó con fuerza. La superficialidad de las interacciones que había estado acumulando, el vacío de las conexiones efímeras y la montaña de deuda que había construido me llevaron a un punto de inflexión. Decidí, de una vez por todas, apagar la aplicación. Opté por cultivar amistades genuinas, aquellas que había descuidado en mi búsqueda frenética de la siguiente conquista.
Esta experiencia fue una lección dura pero valiosa sobre los peligros de dejarse consumir por la búsqueda superficial de la aprobación y el amor. En un mundo donde las conexiones humanas pueden ser tan fáciles de simular como de desvanecer con un desliz, encontré que la verdadera satisfacción proviene de relaciones más profundas y significativas, aquellas que se construyen con tiempo, respeto y autenticidad, lejos de las pantallas y las expectativas irrealistas.